Vicent Martínez Guzmán

 

Introducción

Estas reflexiones me van a permitir actualizar las realizadas en diferentes congresos, y cursos, organizados en Euskadi y Navarra en tiempos dolorosos de violencia directa y, en algunos casos, aprovechando algún cese provisional de esta misma violencia, hasta que el cese se convirtió en definitivo. Así, participamos en una de las conferencias del entonces Elkarri (2002), en diferentes ediciones de las Jornadas Internacionales de Paz del Centro de Investigación para la Paz Gernika Gogoratuz (Martínez Guzmán, 2007c; 2009b; 2010c), en el Congreso sobre nuevas masculinidades (Martínez Guzmán, 2002), jornadas y cursos sobre el derecho humano a la paz (Martínez Guzmán, 2006a; Martínez Guzmán, Comins Mingol y otros 2010) que seguían la estela de la iniciativa de Federico Mayor Zaragoza (1997) cuando era director general de la UNESCO, una estancia de investigación en Baketik en 2009, así como una colaboración con UNESCO ETXEA en relación a los «nuevos humanismos» promovidos por la actual directora general.

En esta ocasión, para ser coherente con los objetivos del seminario propuesto por la Fundación Cultura de Paz, comentaré algunos de los puntos del documento de presentación, desde la perspectiva de nuestros trabajos de Filosofía para hacer las paces (Martínez Guzmán, 2005; 2009a; 2010a; 2010b). En primer lugar, me referiré a la necesidad de organizar la convivencia interpelados por el sufrimiento que producen las diversas formas de violencia. En segundo lugar, reflexionaré sobre el arte de hacer las paces, interpelados por el sufrimiento, con imaginación creadora y productiva a la vez. Finalmente, aludiré al carácter inevitablemente conflictivo de las relaciones humanas, desde el cual construir la convivencia en un marco plural y diverso.

Escuchar el dolor, interpelados por el sufrimiento

Como dice el documento, se está viviendo «desde la experiencia y la esperanza de que es posible superar el dolor». Un acercamiento a los conflictos profundamente arraigados en sociedades divididas (Lederach, 1998), que han tenido tanto dolor y sufrimiento, no se puede hacer desde la arrogancia académica, sino desde la mirada y escucha atentos a tanto dolor padecido.

Nuestro compromiso está en conjugar la perspectiva académica que constituye nuestro trabajo, con la búsqueda de indicadores que transformen el sufrimiento que los seres humanos nos producimos unos y unas a otros y otras y a la misma naturaleza, por medios pacíficos. Propongo equiparar tres tipos de sufrimiento a los tres tipos de violencia que, en la Investigación para la Paz, hemos heredado de Galtung (2003):

El sufrimiento de las víctimas de la violencia directa que mata, tortura o hiere o que en cualquier caso supone un dominio del cuerpo (Comins Mingol y Martínez Guzmán, 2010) de los otros y las otras.

El de la violencia estructural que hace que personas y grupos no tengan debidamente satisfechas sus necesidades básicas de supervivencia, bienestar, identidad y libertad y que genera desigualdades, marginación, exclusión, y en estos tiempos neoliberales, expulsión, del sistema económico. La etimología de sufrimiento (sub-fero) alude a hacer que unos seres humanos lleven (fero) su vida por debajo (sub) de sus capacidades, porque los marginamos, excluimos o expulsamos. Incluyen las necesidades materiales de supervivencia y bienestar, pero también las de identidad y libertad. En nuestra interpretación de Sen (Martínez Guzmán, 2006b; 2000), los seres humanos no sólo tienen derecho a comer, a no morirse de hambre, sino a hacerlo de acuerdo con los valores que constituye su identidad. La identidad es reconocida como una necesidad básica, pero su «mala» gestión, como veremos, también puede generar violencia como hemos estudiado en este mismo autor (Martínez Guzmán, 2010c; Sen, 2007)

El de la violencia cultural que construye discursos legitimadores de los otros tipos de violencia, encierra a quienes los construyen en sus propias lógicas impenetrables, y hace opaca la responsabilidad moral que todos tenemos por cómo nos estamos haciendo las cosas. Son las lógicas impenetrables de la violencia cultural las que nos ciegan para ver lo que nos podemos hacer de otra manera, e intentan justificar y legitimar las violencias estructural de las desigualdades o la directa de las muertes: «No había más remedio que invadir Iraq», «la falta de reconocimiento por el estado de mi identidad nacional, no me deja más alternativa que defenderme con las armas», «han fallecido 10 inmigrantes en una patera, pero eran ilegales» o la ruptura del Estado de derecho mediante el terrorismo de Estado. A veces, frases como «que caiga sobre ellos el estado de derecho» puede subvertir el sentido original del mismo, desarrollado más para defender las libertades individuales, que para reprimirlas. La violencias culturales, son maneras de colonizar nuestras mentes a favor de las violencias, creando marcos conceptuales de guerra, en donde unas muertes son más dignas de ser lloradas que otras (Butler, 2010). Se crean «mentalidades» que incluyen los argumentos racionales pero también las emociones.

Son estas mentalidades, razones y emociones, como advertía el prefacio de la constitución de la UNESCO, las que tenemos que aprender a reconocer y transformar: es en las mentes de los hombres donde surgen las guerras y todo tipo de violencias, y es en las mentes humanas donde hemos de construir los baluartes de la paz. La reflexión y explicitación de cómo se ha vivido el propio sufrimiento, directo, estructural o cultural nos pueden dar indicadores de cómo podemos ir transformando los conflictos, transformando las violencias que lo originan. Especialmente en momentos esperanzadores de ausencia de la violencia directa como los que vivimos ahora en Euskadi, todo Euskal Herria y los Estados español y francés, hay que profundizar en las maneras de afrontar los sufrimientos estructural y cultural, respecto de cómo afrontamos la satisfacción de necesidades básicas de bienestar, de cómo configuro mi identidad en el marco de la libertad, por seguir con la clasificación de las necesidades básicas de Galtung. Es más, tampoco el problema de la identidad nacional tiene que cegarnos como la única dimensión de sufrimiento, puesto que, desgraciadamente todavía tenemos en común la violencia directa por razones de género, o las muertes de los refugiados en el Mediterráneo, por citar algunas.

Parece que, con mucho sufrimiento, estamos aprendiendo que no hay una violencia última que, por fin, acabe con todas las violencias. Ni el sufrimiento de percibir mi identidad nacional dominada por el Estado, legitima ni justifica que provoque más sufrimiento en nombre de una presunta liberación. «Invadiremos Iraq, como última violencia, para acabar con la violencia de las armas de destrucción masiva que, además, no había». «Utilizaremos una violencia última guerrillera para acabar con tanta desigualdad en América Latina», «Una violencia última, para recuperar nuestra libertad nacional». Herencia de las «guerras justas» que. en realidad eran injustas y generaban más violencia: guerra y justicia es un oxímoron, una contradicción. La vinculación de la justicia, no sólo como alternativa a la desigualdad, sino incluso en sentido jurídico, es con las formas de hacer las paces no las guerras. Los caminos para superar la violencia, aprendemos, no han de ser ellos mismos violentos sino que han de buscar formas pacíficas de transformación en las que las gentes empiecen a vislumbrar la satisfacción de sus necesidades básicas desde sus propias opciones culturales y sus propias escalas de valores de creencias y de concepción de la identidad personal y colectiva.

El arte de hacer las paces y la imaginación moral

No es una frivolidad ni una ocurrencia que el documento de presentación hable del arte de la conciliación o de una gran imaginación, o que el Centro de Investigación y el Museo de la Paz de Gernika recurran al arte, al «artivismo» (Carrascosa, 2010). Ya hemos dicho que estamos interpelados por la transformación del sufrimiento por medios pacíficos. Se va a necesitar imaginación para transformar los actuales conflictos con creatividad y de manera productiva, efectiva. Estas son las características del arte de trabajar para hacer las paces en que venimos trabajando (Martínez Guzmán, 2014).

La palabra griega que hemos heredado y que recoge el sentido profundo y diverso que se le quiere dar a «arte» en este contexto, es téchnē, tejer, fabricar o construir, y la latina ars, colocar, ajustar. Da lugar a «arma», pero también a «armisticio» o detención de las armas, tiene el sentido de articulación (armus en latín es hombro), y refiere también al arte como talento, a lo proporcionado y lo justo (Roberts y Pastor, 1997). En estos momentos, nuestra responsabilidad consiste precisamente en tejer, fabricar o construir (téchnē) las paces, desde el «armisticio», con las armas detenidas o paradas, y tratando de hacer las paces con talento, de manera proporcionada y justa para todos y todas.

También la educación es un arte (Martínez Guzmán, 2003), no una mera teoría como el estudio de la física. Además, estamos hablando de «política»: tenemos que ver qué políticas hacemos para transformar el sufrimiento. La excelencia, virtud o aretē política es un arte más universal que los saberes especializados (Jaeger, 1971). Para Platón no es mera retórica, tiene un carácter creador, práctico que requiere saber y capacidad, teoría pero no «ciencia pura» porque siempre tiene una función práctica. El arte político se parece a la medicina: es el cuidado del alma, se aplica a la construcción del Estado y aspira a la justicia. Conjuga justicia y cuidado, razones y emociones, como venimos trabajando en nuestra Cátedra UNESCO (Comins Mingol, 2009; Comins Mingol, París Albert y otros 2011).

Para Aristóteles (Moreau, 1972) el arte se relaciona con la producción o realización (poíēsis) de lo que el artista tiene en mente (nóēsis). La poíēsis es la producción, creación o realización de algo externo. El arte, la téchnē, es la disposición a producir, a realizar lo que tenemos en mente. Podríamos decir que el arte es «poiético», productivo y creativo, a la vez. Tan creativo, que es la misma raíz de la palabra poesía. Lo que hacemos es «poner en obra», una «obra de arte» que es efectiva o productiva y creativa con imaginación a la vez. El arte o técnica poiética, refiere a lo que puede ser de muchas maneras, siempre hay otras formas de hacernos las cosas de manera productiva y creativa.

Este es el sentido profundo que queremos darle al arte de la conciliación al que refiere el documento preparatorio: cambiar la mentalidad que nos ayude a realizar de manera poiética, efectiva y creativa a la vez, tanto sufrimiento padecido. Sabemos que podemos hacernos las cosas de muchas maneras, y optamos por la conciliación y la convivencia.

La conocida bienaventuranza de Mateo 5,9, «felices los que trabajan por la paz» utiliza en griego la misma raíz de la palabra poíēsis: para referirse a los pacificadores, conciliadores o a quienes trabajan por la paz: makárioi oi eirēnopoioi. Los trabajadores por la paz (eirēnē) son poioi, poiéticos, productivos y creativos a la vez, los que hacen las paces, los conciliadores. Refiere a «los obreros de la paz», a quienes ponen por obra las diversas formas de hacer las paces que sabemos que tenemos los seres humanos. Se da en el contexto del Sermón de la Montaña, en el que se exhorta a la felicidad de los humildes, los pobres, los perseguidos por la justicia y a actuar de manera noviolenta.

Estamos trabajando para actualizar esta característica humana de producir o realizar de manera productiva y creadora a la vez, a partir de las propuestas sobre la condición humana de Hannah Arendt (2005) que también la enfatiza. Entra las actividades humanas está la trabajar o obrar(work), producir (herstellen). También usamos el término técnico de «performatividad» del lenguaje (Austin, 1971; Martínez Guzmán, 2005; 2009a; 2010c). Lo importante al hablar, al comunicarnos, no es a qué hechos referimos, sino lo que nos hacemos al hablar, a qué nos comprometemos, qué intenciones tenemos, qué compromisos adquirimos, de qué se nos puede pedir cuentas, cómo nos entiende quien nos escucha, en definitiva, que actos de habla realizamos (perform) al hablar. Hacernos estas preguntas son indicadores importantes para la transformación de conflictos, porque enfatizan que somos seres relacionales.

Desde la filosofía feminista (Butler, 2001; 2006; Martínez Guzmán, 2007d), se ha tomado la performatividad como la característica fundamental de la construcción de la identidad sexual, que siempre se está realizando, siempre está en camino, performando. Este sentido dinámico de la realización o producción de la identidad lo hemos aplicado (Martínez Guzmán, 2010c) a los procesos plurales de adquisición de la identidad de los seres humanos, sea nacional, como padre, esposo, abuelo, profesor, conferenciante, etc. Es la unilateralización, la obsesión por sólo uno de los aspectos de lo que constituye nuestra identidad, lo que puede convertirla en identidad asesina como dicen Maalouf (1999) y Sen (2007). La concepción performativa de la identidad nos ayuda en el arte de la conciliación, desde el reconocimiento de la pluralidad de dimensiones de nuestra identidad, en las que podremos encontrar elementos comunes y elementos que nos separan.

Lederach (2007) afirma que para la transformación de los conflictos no sólo hace falta aprender la «ingeniería de la paz», sino agudizar nuestra imaginación creadora, desde la asunción del desorden y confusión iniciales a partir de la cual, creamos el conocimiento más sistemático. La fuente original de nuestro trabajo como constructores de paz surge de la capacidad de imaginar alguna cosa enraizada en los retos del mundo real, pero que sin embargo, es capaz de hacer que nazca aquello que todavía no existe. Estamos en tiempos de construir formas de convivencia viables (Freire, 1993), usando la imaginación poiética, productora y creativa, porque es inédita: ha de hacer viable lo que todavía no existe. Tendría el mismo sentido dinámico de la construcción de las identidades de manera performativa y plural.

Formas viables de reconciliación: políticas y transformación de conflictos

Estamos utilizando en todas las reflexiones la terminología «transformación de conflictos». En los estudios internacionales de conflictos (Lederach, 1995; 2003), se ha pasado de la denominación «resolución de conflictos» (el conflicto era algo negativo que había que resolver incluso a costa de la justicia de la resolución), a «gestión de conflictos», que ya consideraba que el conflicto como algo positivo o negativo dependiendo de cómo lo gestionáramos (Fisas, 1998). Sin embargo, su original inglés, mangement, ha sido usado por las actuales doctrinas neoliberales para evitar las transformaciones estructurales y potenciar las acciones individuales de «emprendimiento» o «emprendurismo» (entrepreneurship), haciendo que la competitividad empresarial invada todas las esferas de la vida (Laval y Dardot, 2013), obviando el carácter relacional de los seres humanos que defendemos desde nuestra filosofía para hacer las paces.

Por consiguiente, se trata de construir la convivencia, sabiendo que hay que contar con los conflictos y, humildemente, hay que buscar su transformación por medios pacíficos, con criterios de justicia entre personas y sostenibilidad con el medio, fomentando nuevas formas de convivencia, que vamos a ir descubriendo con imaginación, desde la transformación misma de lo que nos ha hecho sufrir. No encontraremos la resolución definitiva: ¡menos mal que no la encontraremos!, porque siempre estaremos abiertos a buscar nuevas formas de convivencia. Tampoco aplicaremos el emprendurismo individual, del sálvese quien pueda competitivo, porque la convivencia parte de considerar a los seres humanos como seres relacionales.

La condición humana a la que nos referíamos según Arendt (2005), se caracteriza por tres tipos de actividades, labor para satisfacer las necesidades biológicas, trabajo productivo o artístico como hemos aplicado a los obreros para hacer las paces, capaces de construir mundos diferentes, y acción. Justamente la acción humana se caracteriza por estar juntos (togetherness), por ser seres relacionales que tienen que ser lo suficientemente iguales para entenderse y lo suficientemente diferentes para tener algo que decir. La diferencia y la diversidad nos pueden producir miedo (Reardon, 1996) pero también pueden ser una muestra de la fragilidad humana por la que vemos que nos necesitamos unos y una a otras y otros. La condición de las acciones humanas es precisamente la pluralidad, que no es El ser humano sino los seres humanos los que vivimos juntos de manera igual y diversa. La ruptura de ese estar juntos es el comienzo de la violencia.

Este es el sentido profundo de política, según nuestra autora. La pluralidad no es sólo la conditio sine qua non de la política, sino la conditio per quam de la misma política. Organizamos la política para afrontar nuestra fragilidad potenciando el carácter relacional de nuestras acciones, porque a veces podemos realizar acciones que «se nos van de las manos» y, entonces, parece que sólo la guerra, o la violencia instrumental pueda ser el árbitro de nuestros conflictos. Ya no es sólo la política de los «políticos», sino de los ciudadanos que nos agrupamos en las polis para organizar nuestros miedos, nuestra fragilidad, nuestras diferencias, nuestra igualdad, y nuestra pluralidad. Como decíamos al citar a los clásicos griegos, en quienes también se inspira Arendt, al hablar de la transformación de conflictos como un arte poiético, productivo y creativo a la vez, estamos haciendo política.

Una política que tiene que desvincular el poder de la violencia. Hemos heredado una concepción del poder ligado a la política que reivindicaba el papel del Estado como el que tiene el monopolio del uso de la violencia legítima, en expresión de Weber (1988). Es el poder como dominación. Arendt quiere desvincular el poder de la violencia y afirma que el poder se caracteriza por la capacidad de concertación, de alcanzar acuerdos. La política surge de estar juntos, de compartir palabras y actos. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. De la capacidad de concertar viene el poder de los países pequeños y poderosos que pueden aventajar a los ricos o el poder de la noviolencia. El poder no necesita justificación sino legitimidad. El poder existe mientras permanece el grupo unido, que es quien le da legitimidad. Por consiguiente, habrá que revisar expresiones como la «soledad del poder» frente a la «desafección» de la gente hacia la política, porque más que una «carga de responsabilidad» como a veces se hace creer, lo que puede estar pasando es que se está perdiendo legitimidad, al separarse del grupo.

La violencia, reconoce Arendt (1998), nunca tiene legitimidad. Puede tener justificación, en todo caso en la autodefensa, dice la autora. Es decir, como medio para conseguir un fin que ha de ser inmediato. Cuando más se aleja el medio violencia del fin a conseguir, más pierde su justificación. Así mismo alerta contra la posibilidad de que el medio violencia supere a los fines y, entonces, como hemos dicho, «se nos va de las manos» y parece que no hay más remedio que recurrir a la guerra o a más violencia como árbitro final para resolver un conflicto. En nuestra propuesta, tenemos la responsabilidad de buscar otros caminos porque la violencia siempre se enmaraña con más violencia. Así mismo hay que reflexionar sobre la posible connivencia o tolerancia con cualquier violencia. De hecho, según nuestra autora, la violencia de los totalitarismos no le viene porque la violencia adquiera alguna legitimidad, sino por la legitimidad indirecta del poder aceptado por grupos que colaboran con esta violencia totalitaria. En períodos de reconstrucción de la convivencia, interpreto, deberíamos reflexionar autocríticamente si en algún momento nos hemos convertido en instrumentos que dan esa falsa legitimación a la violencia. El tema no es fácil académica y conceptualmente, sobre todo, por el sufrimiento que genera una u otra manera de pensar en la práctica de las relaciones humanas.

Sin embargo, no queremos caer en una visión ingenua de la política. Así, estudiamos también autoras (Martínez Guzmán, 2007a; Mouffe, 1999; 2003), que han influido en movimientos actuales como Podemos (Mouffe y Rejón, 2015), que resaltan más el carácter conflictivo y agonal de la política, en el sentido de juegos con combates y lucha competitiva. Mouffe considera que las propuestas de inspiración liberal democrática, en la que incluyen también la tercera vía de la social democracia, no consiguen captar el papel fundamental de lo político que se basa constitutivamente en el antagonismo y en la exclusión originaria. Para Mouffe «lo político» está ligado a la dimensión de antagonismo y de hostilidad que existen en las relaciones humanas, en una relectura de Schmitt (Bernstein, 2015) . El antagonismo se manifiesta como diversidad en las relaciones sociales. Por su parte «la política», apunta a establecer un orden, a organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre conflictivas, pues están atravesadas por «lo» político

Arendt (Arendt y Kohn, 2008) no está tan de acuerdo en el carácter agonal de lo político como vemos en su explicación del poder como capacidad de concertación, precisamente por su carácter competitivo, que ya hemos denunciado en nuestra caso como la mentalidad que está creando el neoliberalismo. En cualquier caso, nos sirve para introducir realismo en nuestras reflexiones sobre la construcción de la convivencia que, como hemos afirmado, siempre será conflictiva y tenemos que aprender políticas para transformar los conflictos por medios pacíficos (Burton, 1996).

Entre estas políticas estarían las de reconciliación que Lederach (1998: 56 ss.), inspirado en el salmo 85,10, y su experiencia de mediación en los años 80 en Nicaragua, basa en la Verdad, la Misericordia, la Justicia, la y la Paz. Los conciliadores interpretaban la Verdad en términos de admisión, revelación, claridad o transparencia. Pero la Verdad sola les dejaba desnudos, vulnerables y despreciables. Las imágenes que les sugerían la Misericordia eran piedad, perdón, compasión, aceptación o nuevo comienzo. Sin embargo, la Misericordia sola les parecía superficial. La Justicia suscitó las imágenes poderosas de hacer las cosas bien, crear igualdad de oportunidades, rectificar los errores, restituir. Sin Justicia la división continua y se envenena. La Paz, sugería armonía, unidad, bienestar, seguridad. Pero la paz no puede ser «de unos pocos». Si se hace en beneficio de unos y no de otros representa una farsa.

Pero no son sólo palabras bonitas, porque tenemos que transformar el sufrimiento. Por este motivo hay que tener en cuenta, al menos, las tres paradojas que menciona Lederach:

En primer lugar, en un sentido general, la reconciliación promueve un encuentro entre la expresión franca de un pasado doloroso y la búsqueda de la articulación de un futuro interdependiente a largo plazo. En segundo lugar, la reconciliación proporciona un punto de encuentro para la verdad y la misericordia, donde está ratificado y aceptado que se exponga lo que sucedió y se cede a favor de una relación renovada. En tercer lugar, reconoce además la necesidad de dar tiempo y espacio a la justicia y la paz, donde enmendar los daños va unido a una concepción de un futuro común (59).

La cuestión está en cómo aplicamos estas experiencias de conciliación de otros lugares a nuestra propia trabajo de obreros de la paz que transforman conflictos por medios pacíficos y buscan nuevas formas de convivencia. No de manera ingenua, sino contando con las paradojas, los conflictos, como hemos visto incluso de la naturaleza de lo político. ¿Cómo interpretamos las cuatro palabras del salmo? ¿qué imágenes nos sugieren? ¿qué sentimientos nos producen? ¿qué argumentos nos evocan? ¿qué paradojas explicitan? ¿qué nuevos conflictos generan a transformar por medios pacíficos?

Que no es fácil, lo comentaba en el prólogo al libro de Lederach sobre la imaginación moral (Martínez Guzmán, 2007b) ¿Cómo vamos a hablar de reconciliación, verdad y misericordia, justicia y paz, después de tanto sufrimiento? En los momentos en que yo mismo escribía este prólogo, ETA acababa de anunciar que se daba por finalizado el alto al fuego indefinido que tantas esperanzas produjo en tanta gente. Sensación de impotencia una vez más, porque de nuevo podíamos sumirnos en más dolor, más sufrimiento y más violencia de todo tipo: de nuevo tinieblas y oscuridad. Sin embargo ahora tenemos más posibilidades de reconciliación y construir la convivencia y esta es nuestra responsabilidad.

Como interpreta Luther King (1999), el «amor al enemigo», no requiere que nos tengamos afecto, que nos tenga que gustar. No es eros como algo que deseemos por gusto, ni philia que nos haga amigos, sino agape. Lo que demanda, en mi interpretación, es una actitud de transformación de los conflictos sin los medios violentos que no han hecho «enemigos». No responder al odio con más odio, ni a la violencia con más violencia, incluso por razones prácticas. King piensa que es una necesidad absoluta para sobrevivir y organizar nuevas formas de convivencia. Sin ignorar «la mala acción» que repudiamos, pero que no ha de impedir nuevas relaciones porque entonces, interpreto, sería cuando triunfaría.

En ello estamos.

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